miércoles, 4 de junio de 2014

'Expropiar' para seguir leyendo

Augusto Rubio Acosta

Los libros, una vez escritos, editados, salidos de imprenta a librerías, tienen un destino. Los libros tienen también una fatalidad, una predestinación. Tarde o temprano, cada libro encuentra su lector, que no necesariamente es su dueño. Así, los volúmenes se pierden, se le olvidan a uno en el taxi, se extravían en el tiempo, y sólo aquellos -con el fatum al cual nos hemos referido- regresan, vuelven a las manos de sus legítimos lectores de extrañas y diversas formas, no sé sabe cómo pero vuelven y aquello constituye siempre una alegría.
La semana pasada, en Chiclayo, mientras ‘expropiaba’ un par de libros de la nutrida biblioteca en el lobby del hotel donde me encontraba hospedado, recordé la vez en que mi propio libro regresó a mis manos después de varios años de circular por el mundo.
Fue en el jirón Kilka, calle libresca, primera arteria liberada del centro histórico de Lima, la más inmunda ciudad que yo conozca. Fue en las librerías de viejo, mientras hurgaba entre el ‘hueso’ y los títulos añejos apilados en irrevisables rumas, cuando hallé un ejemplar de ‘Avenida indiferencia’, libro de narrativa breve que publiqué hace casi una década, y que volvía a mí (con sus anotaciones al margen) después de mucho. ¿Quiénes habían sido sus dueños?, ¿quién lo sustrajo en su momento de mi biblioteca?, ¿quién lo dejó olvidado en algún taxi?, ¿quién lo regaló y lo cachineó por ahí?
Un libro es como un hijo para quién lo ha escrito. Pero una vez vendido, salido de una librería, le pertenece a quien lo lee, así sea transitorio y fugaz el acto supremo (de la lectura). La posesión bibliográfica es un derecho que legitima la forma en que se obtiene. En eso pensaba precisamente cuando decidí ‘expropiar’ el libro de Carson McCullers (edición inglesa) y una novelita en español de autora latinoamericana (edición de bolsillo). Si los ‘expropié’ fue para leerlos, para darle un uso intelectual, ‘en eso reside la diferencia entre un vulgar ladrón y un ladrón de libros’ (así dicen, así leí alguna vez por ahí y me conviene sostenerlo ahora, citarlo).
Los libros tienen un destino. Como el amor, los libros son también una necesidad, una relación directa e inequívoca (académica e intelectual, emocional y sentimental) entre dos imanes que se atraen, que se encuentran, que se llaman la atención y se quieren, que se aman con locura, sin tiempo y sin espacio, con desenfreno (aunque a veces se les diga, se les traiga abajo la vida con un rotundo ‘hasta nunca’).
Los libros tienen un destino. Nunca ‘expropies’ uno por encargo, tampoco te hagas de un segundo título si no has acabado de leer el que tienes entre manos. Primero lee (lo demás es floro), después existe.

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